Discurso de Gervasio Sánchez en la entrega del premio Julio Anguita Parrado

Si lo queréis leer en su web pinchad en Discurso.

Gervasio durante su entervención. Foto Sánchez Moreno


Queridos miembros del jurado, queridas Antonia y Ana, madre y hermana de Julio, señor alcalde, señor vicerrector, querida Lola, señoras y señores. Con gran emoción recibo el Premio Internacional de Periodismo Julio Anguita Parrado, convocado por el Sindicato de Periodistas de Andalucía, con el apoyo del Ayuntamiento y la Universidad de Córdoba. No conocí a Julio pero varios de mis mejores amigos fueron compañeros suyos durante el tiempo que pasó en Estados Unidos y he pedido a uno de ellos, el gran periodista Alfonso Armada, que me escribiese un pequeño perfil que voy a leer a continuación:

“Compartí con Julio algunos de los momentos más divertidos y luminosos de mi trabajo como corresponsal de ABC en Nueva York. Julio aparecía siempre impecable, con su camisa y su corbata en estado de revista, siempre de buen humor, con una sonrisa de oreja a oreja y la ironía bien afilada. Hacía mucho más llevaderos desayunos y ruedas de prensa, desfiles de moda y noches flamencas. La noticia de su muerte a las afueras de Bagdad nos dejó mudos, desencajados. Aunque las empresas periodísticas jueguen y practiquen la guerra de trincheras económicas e ideológicas, entre los corresponsales acreditados en Nueva York y ante las Naciones Unidas había una camaradería que pasaba por encima de manchetas y camisetas.

Queremos tanto a Julio. Lo quisimos y lo seguimos queriendo”, acaba diciendo mi amigo Alfonso Armada.

Señoras y señores.

Siempre que regreso a Córdoba recuerdo mi primer viaje en tren que empezó en la vieja estación de esta ciudad. Tenía tres años. Mis hermanos pequeños saltaban de alegría. Se iniciaba una gran aventura. Barcelona era nuestro destino. Yo miraba las lágrimas de mi madre. Nos íbamos para siempre. Tardé en regresar casi dos décadas a mi ciudad natal, pero les juro que siempre he sido del Córdoba.

Nunca olvidaré la temporada 1964-1965. No sé si ustedes lo saben, pero el Córdoba tiene un record muy difícil de batir. En aquella temporada, una de las ocho que jugó en la Primera División, sólo recibió dos goles en los 15 partidos que jugó en el Arcángel, uno del gran Di Stefano cuando jugaba en el Español, y otro en propia puerta, de Ricardo Costa, contra el Zaragoza. Nadie le ganó en su estadio y quedó quinto en la Liga. Inolvidable.

Cuánto lloré cuando en la temporada 1971-1972 el Córdoba bajó a Segunda División con Kubala de entrenador. Tenía doce años y ya he superado el medio siglo. El año que viene hará 40 años. Por favor, señor alcalde, haga el milagro y regrésenos de nuevo a la Primera División. Es insoportable esta condena eterna.

Quiero felicitar a la corporación municipal por bautizar dos plazas de Córdoba con los nombres de Julio Anguita Parrado y de José Couso. Ustedes han honrado a sus familias y han dignificado el mandato electoral.

Qué diferencia de actitud si la comparamos con la del gobierno de la nación, la fiscalía general de la nación o la fiscalía de la Audiencia Nacional.

Entre bastidores los altos cargos políticos y judiciales de nuestro país han conspirado contra sus propios ciudadanos. Entre bastidores han luchado “con uñas y dientes para hacer desaparecer los cargos contra los tres militares”, implicados en el asesinato de José Couso mientras mentían a sus familiares. Lo hemos leído en los papeles del Departamento de Estado de Estados Unidos filtrados por Wikileaks que deja a nuestros políticos y fiscales desnudos moralmente.

Sí, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, la ex vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, el ex ministro de Justicia, Juan Fernández López Aguilar, el ex ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido y el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza.

Sí, todos ellos conspiraron para sepultar el caso Couso bajo un manto de silencio. Se me ocurren palabras muy duras para denominar estos comportamientos. Pero la elegancia de un acto como este sólo me permite llamarles cobardes. Eso sí, COBARDES con mayúsculas.

Señoras y señores.

Podríamos repasar el mundo desde hace mil o cien años porque los seres humanos estamos emparentados con la guerra, la violencia y la muerte desde tiempos inmemoriales. Pero es suficiente con reflexionar sobre lo que ha ocurrido en las dos últimas décadas.

A finales de los años ochenta vivimos un ideal: el fantasma de una guerra nuclear comenzaba a desvanecerse mientras los descubrimientos médicos y tecnológicos permitían salvar a millones de seres humanos.

Los europeos, los mayores inventores y exportadores de monstruosidades como la esclavitud y el genocidio, superaban las dramáticas diferencias del pasado que habían provocado guerras permanentes y se dedicaban a crear un gran paraíso económico.

La carrera armamentística se frenó en seco y se comenzaron a solucionar los conflictos armados vinculados a la Guerra Fría. Aquellas guerras largas y sangrientas como la de El Salvador, Angola o Camboya daban paso a procesos de paz muy dinámicos que conseguían en días y semanas lo que había sido imposible en meses y años de negociaciones.

Era el tiempo de poner fin a los regímenes dictatoriales y corruptos y exportar la democracia entre nuestros excedentes. Era el tiempo de establecer reglas justas en nuestros intercambios comerciales.

Pero los acontecimientos se precipitaron. Las armas ya no obedecían a sus antiguos dueños, vinculados a los gobiernos de Estados Unidos, la ex Unión Soviética, Francia, Gran Bretaña o China, los más poderosos.

Ahora defendían intereses de jefecillos locales auspiciados por las antiguas potencias coloniales y muchos países se desangraban ante la inoperancia y la hipocresía de los gobernantes más poderosos en los Balcanes, Oriente Medio y Lejano y, sobre todo, en África.

Los periodistas estamos obligados a documentar los dramas humanos. Tenemos que sentir el dolor de las víctimas si queremos transmitir con decencia.

Ryszard Kapuscinski escribió que “el reportero tiene que vivirlo todo en su propia carne” en “Los cínicos no sirven para este oficio”, uno de los mejores manuales sobre periodismo que existen. También afirmaba que “es erróneo escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un poco de su vida”.

En otro de sus grandes libros, Ébano, que transcurre en África, reflexionó sobre esa costumbre de los medios de comunicación de amontonar los muertos en cifras anodinas y de hablar de “morir en masa” cuando “el hombre siempre muere solo”.

A veces me preguntan por mi fotografía preferida. Podría elegir una que muestra las ruinas de la biblioteca de Sarajevo atravesada por un haz de luz que se cuela por una rendija de la techumbre derruida.

Podría elegir una que representa dos mutilaciones al mismo tiempo, la del niño al que le falta una pierna y un ojo por culpa de la explosión de una mina antipersona junto a su madre tapada de pies a cabeza con el tradicional burka afgano.

Podría elegir la de una niña sudanesa que mira a mi cámara y a mi conciencia con una calma que duele mientras agoniza en un campo de desplazados en el sur de Sudán.
Podría elegir cientos de imágenes.

Pero creo que mi mejor fotografía todavía no la he hecho. No pienso en una asombrosa imagen que dé la vuelta al mundo. Me gustaría mostrar la dignidad, más un concepto que una situación, algo muy difícil de resumir en una imagen.

Cuando alguien sufre o agoniza es muy fácil fotografiarlo. Resulta incluso fotogénico. Y hay recursos retóricos que se utilizan a menudo: niños rodeados de moscas, hombres con miradas perdidas mientras mueren, seres humanos reconvertidos en esqueletos andantes.

Creo que los que sufren y los que mueren tienen derecho a nuestro respeto. Han podido perderlo todo, incluida la vida, pero nadie tiene derecho a arrancarles la dignidad.

Ser capaz de mostrarla, de fijar la emoción de un instante límite y, al mismo tiempo, documentarlo se ha convertido en mi asignatura pendiente.

La única verdad incuestionable de las guerras son las víctimas. El mundo del Dolor se parece a un océano sin límites. Sus protagonistas forman un interminable ejército de muchos ceros condenados al anonimato.

¿Por qué los países más ricos son los más pobres? La respuesta es fría como el hielo: buitres carroñeros, que se presentan ante sus sociedades opulentas como decentes hombres de negocios, roban sus riquezas y corrompen a sus gobiernos.

Se llevan los diamantes, el petróleo y el coltan y dejan armas para que los más pequeños jueguen a matarse.

Si la corrupción es perseguida en nuestras sociedades, por qué permitimos que nuestras multinacionales utilicen la corrupción para sacar mayores beneficios. Si buscamos paliar el sufrimiento en nuestros hospitales por qué no impedimos el genocidio o la persecución étnica.

Los señores de la guerra protegen sus intereses mientras los soldados extranjeros apuntalan su poder. Todo sigue igual desde hace 30 años en países como Irak, Colombia, República Democrática del Congo o Afganistán tal como han explicado Eman Ahmad, Eduardo Márquez, Caddy Adzuba y Mònica Bernabé, mis predecesores en la lista de ganadores del Premio Internacional Julio Anguita Parrado.

Las armas son cada vez más ligeras. Los fabricantes tienen interés en abaratar costes y reducir la edad de los combatientes. Los comandantes saben que los niños se entusiasman con los juegos bélicos. Los soldados infantiles no replican cuando se les da una orden y son fácilmente sustituibles.

Nuestros hijos de 13 años serían combatientes en muchos países africanos. Actuarían como hombres y matarían por el control de una esquina. Aunque no sabrían responder a una pregunta simple: ¿Por qué mi país está en guerra?

Los varones son privilegiados. Las niñas de sus mismas edades son violadas por sus jefes, utilizadas como esclavas sexuales, marcadas para siempre por el odio y la enfermedad.

Si tienen suerte morirán muy jóvenes. Si no, el sida les tenderá la mano durante algunos años. La ignominia total: son esclavas sexuales durante la guerra y prostitutas cuando se alcanza la paz y se produce el desembarco masivo de los extranjeros. En los países golpeados por la violencia los blancos casi siempre huelen a dólares y colonia de lujo.

Pueden ser iraquíes, colombianos, congoleños, afganos, somalíes, costamarfileños, libios. Fueron, en años anteriores, guatemaltecos, ex yugoeslavos, camboyanos, angoleños.

Todas las guerras obedecen a causas importadas. Hay guerras porque la voracidad y la depredación están presentes en todas las transacciones económicas entre las grandes multinacionales y los pequeños países del Tercer Mundo.

Hay guerras porque los mismos gobiernos que patrocinan la declaración universal de los derechos humanos en su territorio nacional lo violan sistemáticamente cuando se trata de defender sus intereses estratégicos.

Hay guerras porque la venta de armas es un negocio con grandes márgenes de beneficios. Hay guerras porque España ha exportado armas a países víctimas de conflictos eternos durante todos los gobiernos desde el inicio de la transición en 1977.

Y este bochornoso negocio se ha cuadriplicado desde 2004, desde la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, el gobernante que más ha instrumentalizado y pisoteado la palabra paz, que, incluso, ganó aquellas elecciones gracias al estado de opinión creado contra la guerra de Irak y los errores cometidos por José Maria Aznar.
Ojalá fuese una broma lo que estoy diciendo pero no lo es: han cuadriplicado las ventas de armas en seis años y no se les ha caído la cara de vergüenza.
Hagamos un gran libro de los muertos, de las víctimas de tantas guerras inútiles e inconclusas. Un libro tan pesado como los presupuestos de todos los estados juntos y presentémoslo a la humanidad.

A partir de ese día el mundo comenzará a cambiar porque la visión total de todas estas biografías inacabadas nos obligará a dar un grito definitivo contra el cinismo de nuestras instituciones gubernamentales, el obsceno manejo de los asuntos internacionales y el bochornoso comportamiento de nuestros políticos y diplomáticos cuando se trata de paliar el sufrimiento.

Muchas gracias

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